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OPINIÓN

El CEDA, interesado en promover la sana discusión, el pensamiento crítico y la reflexión madura sobre algunos problemas centrales del derecho público, percibidos en el ejercicio profesional asociado a esta área del derecho, incluye en este espacio las ideas de miembros del CEDA y de otros profesionales del derecho, que contribuyen a generar, en la sociedad jurídica y política, criterios intelectualmente reflexivos que ayudan a observar los procesos sociales y jurídicos que acontecen en nuestro país.

En todo caso, la opinión del autor que sirve de base al debate que se origina con su escrito puede ser objeto de réplicas o de apoyo por parte de los lectores, para lo cual basta con que cada uno manifieste su propio pensamiento sobre la perspectiva que sirve de punto de partida a la reflexión. Ese texto base, finalmente, es una excusa, una provocación o estímulo para propiciar la opinión de los interesados en esta sección de la página del CEDA.
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Foto del escritorAura Sofía Palacio Gómez

El 11 de mayo de 2021, el Hospital San Jorge de Pereira confirmó la muerte del estudiante Lucas Villa, quien luego de participar en la marcha del 5 de mayo había sido blanco de ocho disparos, presuntamente propinados por dos sujetos en una motocicleta. En redes sociales se viralizaron ilustraciones, pancartas y cantos rechazando lo sucedido, destacando su actitud pacífica en el recorrido y reivindicando su lucha; además, se coordinaron jornadas en su honor y se compartieron historias por parte de sus allegados. A la par se esparció el comentario hecho por el gerente de un hospital de Antioquia, en el que calificaba a Lucas de «gamín» y de «bien muerto».


Aunque el hecho en sí mismo es devastador, en tanto implica la pérdida de la vida de un joven apasionado, los comentarios de este tenor –que no son pocos– no solo desilusionan, sino que cuestionan lo que somos como personas y lo que edificamos como sociedad. ¿Es posible construir una democracia sin pensar en el otro?, ¿qué nos legitima, como pueblo, a decidir sobre nosotros mismos?, ¿estamos preparados para un modelo de gobierno que ponga en nuestras manos las decisiones que afecten a otros?


Quisiera responder sin temor, sin dudas, pero lo cierto es que los pronunciamientos de algunas personas dificultan conservar la esperanza de una sociedad conformada por sujetos que piensen más allá de sí, o que por lo menos no se congratulen en la desgracia ajena. Estas actitudes quizá provengan de nuestras bases culturales, de haber crecido en un contexto donde al diferente se le excluye, donde una ofensa se responde con otra mayor y donde el dolor ajeno, en tanto no me perjudique, es soportable. Ahora, aunque se reconoce que las expresiones de unión y de solidaridad resaltan, no es posible enceguecerse ante la indolencia de otros, mucho más cuando pareciera multiplicarse ante cada noticia que relata sufrimientos ajenos.


¿Qué le falta, entonces, a la democracia colombiana? Seguramente pensarán en varios elementos, pero hoy quiero destacar uno en particular: una sociedad empática. El Diccionario de la Lengua Española define «empatía» como: «sentimiento de identificación con algo o alguien» o «capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos», es decir, es la habilidad de ponerse en la situación del otro y de sentirla. Sin empatía, la diversidad no dialoga, y es precisamente la democracia la que se afecta ante este silencio.


Para Alexis de Tocqueville, el individualismo es un peligro para las sociedades democráticas. El autor definió esta «enfermedad» como una multitud de hombres girando sobre sí mismos, cada uno retirado, aparte, es un extraño al destino de los demás, pues toda la especie humana la reduce a sus hijos y amigos. «En lo que respecta a sus conciudadanos, se halla al lado de ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; no existe más que en sí mismo y para sí mismo y, si aún le queda una familia, puede decirse al menos que ya no tiene patria»[2].


Sin esta posibilidad de abstraernos de nosotros y concebir lo ajeno, el que no siente hambre se desentiende de los hambrientos; el que no vive en el campo se desentiende del agro; el que tiene acceso a la educación se desentiende del que lucha por tenerla; el que tiene un plato de comida en la mesa se abstrae de los que no tienen nada y el que no padece la muerte de un allegado no la lamenta con el profundo dolor de quienes la sufren. Son estos actos individualistas –e incluso egoístas– los que nos alejan de una sociedad democrática. Carlos Gaviria Díaz decía que el sujeto de la democracia era el pueblo, pero no entendido como una masa amorfa que no sabe lo que está haciendo ni sabe siquiera cómo convivir. Apoyado en Adela Cortina señalaba que el reto era construir ese sujeto del pueblo, para que fuera una comunidad conviviente y dialogante. «Nosotros en Colombia no sabemos tener contradictorios sino enemigos, el que no está conmigo es mi enemigo. Eso es filosofía fascista, la filosofía democrática es otra cosa, es educar para la convivencia»[3].


El pensar en el otro no nos hace menos como individuos, sino que nos fortalece. Ojalá que estas noticias con las que amanecemos a diario en el país –en las que se informa que aumentan uno a uno el número de muertos, heridos y desaparecidos– no generen indiferencia, pues aunque quizá no son nuestros familiares, nuestros amigos o nuestros seres queridos, son personas, vidas en sí mismas, sueños, pasiones y aspiraciones.


Arthur Schopenhauer se preguntó cómo era posible que un sufrimiento que no afectara directamente se convirtiera en un motivo para obrar o para dejar de hacerlo como si se tratara del sufrimiento propio, para lo cual propuso identificarse con el otro y ser el otro por un instante. «Aunque ese sufrimiento se me dé como algo exterior a través de la mera intuición o la noticia externa, sin embargo lo con-siento, lo siento como mío, pero no en mí, sino en otro […] Pero esto supone que yo, en cierta medida, me he identificado con el otro y que, por consiguiente, la barrera entre yo y no-yo se ha suprimido momentáneamente: solo entonces el asunto del otro, su necesidad, su carencia, su sufrimiento, se convierten inmediatamente en mío […]»[4] .


Ojalá nos comprometamos a construir una democracia. Esperemos que aspirar a un país y a una sociedad mejor no cueste más vidas; que se acabe la costumbre sombría de construir luchas con sangre y de conmemorar victorias y conquistas recordando mártires; y que la muerte o el sufrimiento duela, aunque provenga de quien no piensa como yo, y de quien no luce la bandera de la misma forma.


[1] Auxiliar de Investigación del Grupo de Estudio de Derecho Público, Nivel V, adscrito al Centro de Estudios de Derecho Administrativo –CEDA–.

[2] DE TOCQUEVILLE, Alexis. La democracia en América.

[3] Conferencia de Carlos Gaviria Díaz a los maestros del Gimnasio Moderno.

[4] SCHOPENHAUER, Arthur. Los dos problemas fundamentales de la ética

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