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OPINIÓN

El CEDA, interesado en promover la sana discusión, el pensamiento crítico y la reflexión madura sobre algunos problemas centrales del derecho público, percibidos en el ejercicio profesional asociado a esta área del derecho, incluye en este espacio las ideas de miembros del CEDA y de otros profesionales del derecho, que contribuyen a generar, en la sociedad jurídica y política, criterios intelectualmente reflexivos que ayudan a observar los procesos sociales y jurídicos que acontecen en nuestro país.

En todo caso, la opinión del autor que sirve de base al debate que se origina con su escrito puede ser objeto de réplicas o de apoyo por parte de los lectores, para lo cual basta con que cada uno manifieste su propio pensamiento sobre la perspectiva que sirve de punto de partida a la reflexión. Ese texto base, finalmente, es una excusa, una provocación o estímulo para propiciar la opinión de los interesados en esta sección de la página del CEDA.
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  • Foto del escritorSebastián Ramírez Grisales

El Estado debe armonizar dos perspectivas o enfoques al planear sus negocios en desarrollo de su actividad contractual: por un lado, la garantía directa del interés general o interés público, que se podría representar en la materialización de los fines establecidos en el artículo 2 de la Constitución y el artículo 3 de la Ley 80 de 1993[2]; y, por otro lado, una adecuada gestión comercial o empresarial orientada por criterios de eficiencia y eficacia.


Aunque estas perspectivas se puedan relacionar, se trata de elementos que tienen naturalezas distintas, pues la primera constituye la finalidad a la que debe tender la actividad contractual, mientras que lo segundo constituye una orientación o mecanismo a través del cual se puede llegar a la mejor garantía del interés público. En el ámbito contractual las relaciones entre estos elementos generan una tensión y complementación constante, más fuerte que en otros ámbitos de la función administrativa. En efecto, en materia contractual, la búsqueda por una adecuada actuación gerencial y comercial llena de contenido la forma como debe actuar la Administración al estructurar sus negocios, quien opera en el mercado como un partícipe más, principalmente, como un gran demandante de bienes, obras y servicios.


Particularmente en este escrito se pretende destacar la necesidad de una adecuada gestión comercial y cómo esta debería orientar el sentido de las normas que rigen la contratación estatal, al igual que la configuración específica de cada negocio que celebra el Estado. Estas reflexiones no se dirigen exclusivamente a las entidades que tienen a cargo actividades industriales y comerciales; sino que es transversal a todas ellas.


Observado el Estado desde esta óptica, al menos como un demandante de bienes, obras y servicios, ni que decir cuando desarrolla actividades comerciales –y se reitera, concretamente en materia contractual–, debería observársele como una gran empresa, que debe emplear racionalmente sus recursos bajo criterios de eficiencia y eficacia, con la finalidad –que no se puede perder de vista– de garantizar en mejor medida el interés general; pues se trataría de una empresa a la que le es inherente una finalidad muy especial.


En este sentido, los contratos de la Administración deberían estructurarse como lo haría un buen administrador, un buen negociante, atendiendo a criterios de eficiencia y eficacia en la inversión de los recursos públicos, que son los nuestros como sociedad, y que es a través de dichos negocios como se logra que el Estado logre sus cometidos de índole social. En este sentido, la finalidad debería orientar particularmente qué contratar y la segunda perspectiva, de acuerdo con la clasificación realizada en el primer párrafo, orientaría fuertemente el cómo hacerlo.


En este sentido, se considera que el Estado debería aprender de la gestión de los particulares en cuanto a cómo celebrar buenos contratos. Por lo que, una buena orientación de la normativa que rija la contratación estatal, y que se observa en la regulación de la Ley 80 de 1993: arts. 13, 32 y 40, consiste en que el Estado, en principio, debería celebrar los contratos en la forma en que lo hace un particular, de manera que cualquier regulación que vaya en contravía de dicha orientación debería tener una justificación específica; como sucede con muchas reglas que existen actualmente en la Ley 80 y en otras leyes, que pretenden garantizar igualdad, transparencia, control de la actividad contractual, moralidad, protección de ciertos sujetos, etc., es decir, otros asuntos de gran relevancia que el Estado debe garantizar en su regulación; pero, como se indicó, dichos criterios deben ser excepcionales y tener una justificación particular.


La perspectiva anterior sirve para analizar críticamente ciertas figuras, instituciones y posiciones jurisprudenciales que orientan la contratación estatal actual y que, desde la perspectiva del autor, llevan a consecuencias negativas para los intereses del Estado. Bajo este prisma se pueden cuestionar aspectos muy concretos de la contratación estatal; por ejemplo, la restricción jurisprudencial consistente en que en los contratos estatales no se puedan pedir marcas frente a los bienes que requiera [3], como si se necesitara una autorización específica para hacerlo, cuando la Ley 80 de 1993 permite celebrar, en principio, los pactos que permitan las disposiciones civiles y comerciales, en virtud de la autonomía de la voluntad. En estos casos el razonamiento debería ser el inverso; esto es, que en el caso concreto se demuestre que con dichas estipulaciones u otras de similar naturaleza se incurra en una desviación de poder o se vulnere una norma particular que rija la contratación del Estado. En efecto, este tipo de restricciones dificulta que las entidades celebren buenos negocios, ya que hay cierto tipo de bienes donde las marcas son garantía de la calidad de los bienes a adquirir y, por tanto, deberían permitirse –incluso entenderse permitidas–, máxime cuando existen múltiples supuestos donde ciertos bienes, a pesar de ser de una misma marca, son vendidos o suministrados por una gran cantidad de distribuidores, por lo que en dichos casos hay amplitud de concurrencia y competencia, permitiendo que el Estado reciba productos de calidad. En efecto, así es como suelen comprar bienes los particulares, cuando la marca cualifica al producto en cuanto ser indicativa de su calidad, rendimiento y durabilidad, que, en la práctica, en muchos supuestos, bajo la definición de especificaciones genéricas no es posible garantizar.


Similar crítica podría hacerse en relación con la forma de evaluar el precio en los procesos de licitación pública para seleccionar contratistas de obra, bajo los lineamientos de la Ley 1882 de 2018, unidos a la forma como se establecieron dichos criterios en los pliegos tipo para los procesos de obra de infraestructura de transporte, aspecto que se cuestionó en un artículo de opinión anterior [4]. Casos donde la selección del contratista –selección objetiva– se sujeta al azar, donde no se propicia una competencia real que favorezca los intereses del Estado, donde pagar por una obra más costosa no reporta un beneficio o calidad adicional, donde no se contrata como lo haría un particular interesado en emplear racional y eficientemente sus recursos.


Idéntica crítica y aun de forma más dramática ocurre con la imposibilidad legal de calificar el precio en los procesos de consultoría –art. 5, numeral 3, de la Ley 1150 de 2007–. Donde al Estado le es indiferente el precio de lo que paga por un servicio que recibe, sin que el precio coincida o sea proporcional con un servicio de mejor calidad o que tenga valores agregados. En efecto, es justificado pagar más por un mejor bien o servicio, balance que efectuaría un sujeto racional; lo que resulta irracional es que ante servicios de igual calidad o prestaciones, por haberse evaluado dichos elementos de forma independiente, se opte por contratar lo más costoso o que el criterio del precio resulte indiferente en la selección.


Otra falencia que se observa en los contratos del Estado, consiste en que la determinación de la mejor oferta se haga con base en criterios de calidad –llamados así solo por una interpretación del artículo 5 de la Ley 1150 de 2007–, que en realidad no cualifican o garantizan una mejor ejecución de lo que se contrata; sino que suele hacerse con base en factores accesorios que no deberían ser los elementos relevantes que deberían determinar con quien celebrar un contrato. Para esto habría que revisar en cada caso a qué se le asigne puntaje bajo ese criterio, ya que, haciendo un balance general, desde mi percepción, no suelen incluirse elementos que cualifiquen realmente el negocio o a los que un particular acudiría para seleccionar con quien contratar.


No obstante las líneas anteriores, que implican sostener que el Estado debería celebrar sus contratos de forma similar a como lo hacen los particulares, en cuanto a la debida aplicación de criterios de eficiencia y eficacia, también se debe tener en consideración que a él también le interesan, y le deben interesar, otros criterios que no tienen relación con una buena gestión comercial –en el sentido que podría entenderse para un particular–: como son la inclusión de criterios que favorezcan la participación de ciertos sujetos o empresas en la celebración de contratos con el Estado, con la finalidad de apoyar ciertos sujetos por sus condiciones de debilidad o para favorecer cierta industria; la inclusión de criterios sociales y ambientales en la estructuración de sus negocios; incentivos en favor de las mipymes; incentivos a las personas naturales o jurídicas que cuenten con personas en situación de discapacidad, criterios que son totalmente justificadas, como son las demás disposiciones que establecen ciertos elementos de discriminación positiva, pues el Estado por su naturaleza debe tener en cuenta otros criterios y fines para orientar su actividad contractual, que lo diferencian de los particulares. En tal sentido, se considera que los anteriores contenidos tienen una directa vinculación con el interés general que pretende garantizar el Estado, como elementos accesorios –aunque muy relevantes– en su actividad contractual.


No obstante, los criterios señalados en el párrafo precedente no desvirtúan el principio enunciado, consistente en que los contratos del Estado deberían parecerse, en cuanto a su estructuración, contenidos y elementos – que generan eficiencia y eficacia– a los contratos que celebran los particulares, quienes suelen incluir criterios más racionales para definir el contenido de sus contratos y los parámetros que orientan la selección de su contraparte, por lo que el Estado debería adoptar dichos criterios y elementos para definir el contenido de las normas que rijan sus contratos y la estructuración de cada negocio en particular dentro del marco fijado. En efecto, como lo expresa BENAVIDES, refiriéndose a la actividad contractual del Estado:


«Esta corriente generalizada afecta la manera de concebir la administración pública en la medida en que es percibida como un servicio, sujeta como cualquier otro a los imperativos y exigencia económicas, que imponen una lógica de productividad y eficiencia. La evaluación de la gestión pública, rechazada conceptualmente hace unos años con el argumento de la imposibilidad de medir la rentabilidad pública, se torna indispensable, no sólo por la búsqueda de una mejor calidad del servicio, sino también, y tal vez sobre todo, como una medida de sobrevivencia institucional en un mundo sujeto a la competencia. La administración debe racionalizar sus gastos y rentabilizar sus servicios, debe transformarse y modernizarse para responder a los desafíos actuales, porque “los países que mejor logren transformar las instituciones públicas tendrán las mejores condiciones para lograr su desarrollo”»[5].


Esta reflexión se enfoca a reivindicar la necesidad de pensar la contratación estatal bajo criterios lógicos y racionales, desde una adecuada gestión empresarial, en cuanto a la forma como el Estado regula su actividad contractual y como las entidades estatales deberían estructurar sus negocios concretos, pues en muchos de ellos se pierde la sensibilidad por una buena gestión empresarial, tal vez por administrarse recursos «ajenos», admitiéndose múltiples laxitudes que no se permitirían cuando se administran recursos propios, por lo que el Estado podría aprender mucho de los particulares respecto una adecuada estructuración de sus contratos.




[1] Miembro y Asesor del Centro de Estudios de Derecho Administrativo ―CEDA―. Abogado Contratista de la Agencia Nacional de Contratación Pública - Colombia Compra Eficiente.

[2] «Artículo 3. De los fines de la contratación estatal. Los servidores públicos tendrán en consideración que al celebrar contratos y con la ejecución de los mismos, las entidades buscan el cumplimiento de los fines estatales, la continua y eficiente prestación de los servicios públicos y la efectividad de los derechos e intereses de los administrados que colaboran con ellas en la consecución de dichos fines».

[3] Consejo de Estado. Sección Tercera. Subsección C. Sentencia del 24 de marzo de 2011. Exp. 18.118. C.P. Jaime Orlando Santofimio Gamboa.

[4] Evaluación del precio en los documentos tipo o pliegos tipo, publicado el 6 de abril de 2019, disponible en:«https://www.ceda.com.co/single-post/2019/04/06/EVALUACI%C3%93N-DEL-PRECIO-EN-LOS-DOCUMENTOS-TIPO-O-PLIEGOS-TIPO».

[5] BENAVIDEZ, José Luis. El Contrato Estatal. Entre el Derecho Público y el Derecho Privado. 2ª ed. Cuarta reimpr. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2004. p. 28. El último aparte citado se cita en el original así: M. CROIZIER, Etat modeste, Etat moderne, París, Fayard, 1987, p. 73.

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